Durante su juventud había ambicionado ser campeón de lucha sumo. Después de meses de un estricto régimen a base de arroz, pescado crudo y toneles de cerveza había alcanzado el peso requerido.
Con un austero traje de corte inglés y un bastoncillo labrado se embarcó. Durante meses no se supo nada de él.
Un día, cuando ya todos lo habían olvidado, reapareció. El traje de corte inglés –convertido en un trapo– colgando sobre la figura macilenta, casi esquelética.
Rumoraban las malas lenguas (y yo, claro, entre ellas) que había desembarcado en Tokio con la actitud desdeñosa de un mandarín que se sabe con acceso merecido al palacio del emperador. Precisaba, en cámara lenta y rotando incesantemente el bastoncillo labrado, cómo los grumetes nipones jadeaban, doblados bajo el peso de los baúles señoriales al descender por la tilla que conducía al muelle.
Cuando uno de los mozos –al tropezar con el mal intencionado bastón– perdió el equilibrio y rodó por la pasarela el perverso rió de buena gana.
El máster del gimnasio –dormitando entre los vapores del sauna– recibió la noticia del desembarco sin inmutarse. Había heredado, de sus antepasados samurai, no sólo un sentido exagerado del honor, sino también un desprecio absoluto por todo lo chino. Se incorporó, y sacando una toalla de la nube de vapor, hizo chasquear la punta con un rápido movimiento de la muñeca. El discípulo –en cueros, tirado sobre un banco y con un número atrasado de Wrestling Times en la mano– con un chillido saltó a buscar la ropa del máster en el cuarto contiguo.
Ya había empezado éste a elaborar el tortuoso plan que derrumbaría, como un indefenso castillo de naipes, los sueños de grandeza del sádico hongkonero.
Del puerto fue, sin siquiera buscar hospedaje, directamente al gimnasio. Arribó con una sonrisilla congelada y con una actitud desdeñosa que no se molestaba en ocultar. En la mano derecha todavía portaba el bastón labrado. Sabíase en posesión de ardides milenarios y artimañas esotéricas que separan a los invictos campeones adulados de los luchadores olvidados al día siguiente del encuentro.
De una percha barnizada –simulaba, de un dragón, las garras– colgó el saco. De nuevo lo recorría todo en cámara lenta. La lentitud, la sonrisa falsificada, la voluptuosidad de la mano al lanzar la ropa sobre el dragón fueron interpretadas correctamente por el máster: era un reto. Bien sabía, sin embargo, que oponérsele en aquel momento, sin previa preparación, sería inútil.
Esbozó, desde el otro extremo del salón, una leve inclinación de cabeza. El gesto se multiplicó en las filas de discípulos. En su interior habían interpretado erróneamente las acciones del máster: su ímpetu juvenil les impedía comprender la cortesanía que dictaban los más antiguos cánones. Dio, severo, dos palmadas que resonaron agudamente en el interior del gimnasio.
Los discípulos, como autómatas y en pares, adoptaron la clásica posición de combate. Al unísono y obedeciendo una imperceptible señal del máster, dieron comienzo a los ejercicios.
El Perverso Corpulento –ya en camiseta y con la enorme breva que lo caracterizaría más tarde en la cocina del CC– comenzó a desplegarse entre las filas de los combatientes: flexionaba las rodillas para esquivar un codo dirigido a la sien; saltaba para anular una oblícua patada lanzada a los riñones; daba una voltereta y reaparecía en un espacio libre de extremidades agresoras.
Atravesó la extensión del gimnasio por entre las filas de discípulos que –con el pretexto de estar enfrascados en un acalorado simulacro de combate– dirigían sus más certeros y ofuscados golpes a la extensión somática del arrogante hongkonero. Pero en vano: los golpes no alcanzaban jamás el blanco que por corpulento no resultaba menos escurridizo. Ileso –ni siquiera se había sudado– se enfrentó con el máster. Redondeó, con lentitud voluptuosa, los labios, como paradejar escapar una interjección de asombro o un insulto genealógico. Lo que brotó, en un hálito tibio y maloliente, fuela humareda del chocante tabacón.
El máster –a true master of self control– permaneció inmutable.
El Corpulento Engreído, interpretando el silencio búdico como una señal de debilidad, se volvió, asegurándose que los discípulos lo oyesen y declaró desfachatadamente, mientras sacudía las cenizas del cilindro nicociano a los pies del venerable.
—Dicen todos que eres el campeón de los campeones, que puedes, vendado y con una mano a la espalda, derrotar al más hábil contrincante. Lo que he visto aquí esta tarde –trazó, abarcando todo el gimnasio, un semicírculo: la medialuna de humo quedó flotando en el aire– me indica todo lo contrario. He visto a un instructor mediocre en su ocaso, rodeado de discípulos imberbes cuyo récord podría ser mejorado, sin duda alguna, por los moradores de un asilo de ciegos.
—Podría en este instante –movía la breva de arriba a abajo, apuntando hacia el piso– de un solo golpe y sin siquiera pestañear, descuajeringarte si me viniera en gana. Pero no temas; todavía no te ha llegado la hora. Empezaré, como dictan los cánones, por los más bajos e inmundos tugurios, con luchadores postergados a camerinos mal iluminados y nombres en minúscula al pie de la cartelera. Subiré, como la espuma en un vaso de cerveza en un pub irlandés donde se juega a los dardos, hasta llegar a ti. El día señalado, sin aspavientos o vacilaciones, te sacaré para siempre del lugar privilegiado que ocupas en el doyo.
Acto seguido deshizo los pasos, recogió el saco que le ofrecía la garra del dragón y de una patada furiosa derribó un gong ceremonial que se encontraba a la entrada. Retumbó, en el silencio monástico del gimnasio, la sonoridad metalizada. Sus palabras fueron proféticas.
Desmoronaba semanalmente, con mañas aprendidas en Hong Kong de instructores refugiados de la China de Mao, a contrincantes cuyo calibre iba aumentando con cada nueva victoria: un filipino, acabado de desembarcar y con una sonrisa áurea que cegaba bajo los reflectores, pensó que sería un encuentro fácil. Aplicó, diestro, una llave maestra que circundaba la caja torácica del Expansivo. Trataba, con un esfuerzo concentrado en un punto invisible, levantarlo en peso y arrojarlo fuera del doyo.
El perverso hongkonero –hasta aquí llegaba su refinada crueldad– impulsando levemente su corporalidad con los pies descalzos, ayudaba al adversario en la tarea. Ya en el último momento posible, cuando pensaba éste que tenía asegurada la victoria, el Fláccido suprimió su ayuda.
El gladiador manilense, súbitamente sorprendido ante el aumento repentino de peso, pero no queriendo perder el encuentro, trató de levantarlo. Era éste el momento que esperaba el perverso. Con toda la potencia de su anatomía expansiva, se desplomó sobre el punto filipino.
Se oyó, ahogado, un gemido: esqueleto crujiente; tejidos rasgados. Al levantarse, victorioso, se pudo notar que en la entrepierna del filipino crecía una forma circular que se delineaba bajo la tela ya forzada del taparrabo: era, claro, una hernia hecha a la medida.
Otro, advertido de antemano de las estratagemas del Máximo por sus compinches del gimnasio, decidió adelantársele en la partida: ya en el doyo, sin observar los preámbulos de rigor, acometió a toda máquina, lanzando patadas de letal violencia a las partes bajas del hongkonero. Se dobló éste sobre sí mismo, como un junco al viento, mientras se tambaleaba de un lado a otro levemente. Con las manos abiertas, para aliviar la agonía, se frotaba la pudenda.
El adversario –se sorprendía de la facilidad con que había logrado la victoria– se volvió hacia el público antes de asestar el golpe de gracia.
Grave error: el fuacatazo en la nuca lo transformó, directo y sin escala, en huésped permanente del asilo de cuadriplégicos.
Dominaba el Cruel el arte de subir los testículos y ocultarlos tras la protección ósea de la pelvis. Más tarde, después del combate y sumergido en una poceta de agua tibia
–tres geishas, con quimonos floreados, aplicaban masajes relajantes– los hacía descender.
Era, sin tener que recurrir al peto de acero reforzado, invulnerable a cualquier violencia testicular.
Y llegó, irremisiblemente, el día en que agotó la lista de contrincantes.
Sólo quedaba el máster.
A través de intermediarios –trajes de corte occidental, calovares y pelo planchado– se concertó el día del encuentro.
Insistió el Demoledor en que debiera tener lugar en el propio gimnasio. Quería –hasta ese extremo llegaba su mal disimulado desprecio– humillarlo en su propio terreno, expulsarlo de su propio doyo ante la mirada abofeteada de sus discípulos.
Pero el máster, desde el día de la visita inicial, había empezado a elaborar en secreto su plan de ataque. Sabía de sobre que, para ser efectiva, la derrota del Arrogante tendría que ser total: tenía que hacerlo caer en el ridículo, convertirlo en el hazmerreír del mundo sumo.
Conocía, por medio de espías discretamente colocados en el cortejo del Malvado, sus más mínimos movimientos.
Gustaba el Orondo, en la mañana del encuentro, consumir montañosas cantidades de pescado crudo con arroz que después rociaba con copiosas libaciones del lúpulo. Concluía el ritual con una amplia siesta sobre una esterilla que un asistente de confianza extendía con manos nerviosas antes de su llegada.
Se evadió el máster, la noche antes y aprovechando que los discípulos dormían, de los confines del gimnasio. Su alargada sombra se deslizó, sigilosa, sobre la pared cubierta de yedras e iluminada por un farol amarillento. Logró llegar, sin ser visto, a la casa del asistente.
Oprimió el botón del timbre.
Breve espera.
Se abrió la puerta.
El balsopeto que traía el máster amarrado a la cintura,
después de un relampagueante intercambio de palabras, no tardó en manifestar su abultada presencia bajo la casaca del otro.
El pacto: trocaba el tintineo de los yenes por su ausencia matutina de la camarata preparatoria del Fastidioso Fanfarrón.
El asistente, todavía algo vacilante, balbuceó algo incomprensible, como una leve protesta ante la sugerencia traicionera. Raudo, deslizó el máster otra cartuchera resonante en la mano entreabierta del discípulo.
—Que se joda, –dijo éste sobriamente y encogiéndose de hombros mientras se apoderaba, codicioso, de un tercer saquillo rebosante que le ofrecía el máster.
Al día siguiente, se presentó, de suplente, el discípulo de más confianza del máster. Traía, en una canasta de palma trenzada, las cantidades prescritas de pescado crudo. Pero no era, como ya sospechamos, el que acostumbraba consumir el Adiposo, sino –me maravillo ante la cruel y pulimentada astucia del máster– fugu: pez globo; blow fish. La cerveza ya venía también abundosamente inyectada con una substancia lenitiva, pero de efectos tardíos.
La tarde se deslizó sin incidentes dignos de mención.
El Creciente, después de la desfachatada consumición, se tendió sobre la esterilla y ordenó un masaje. Sacudía, bajo los golpecitos leves del masajista, un ligero temblor sísmico (about a 2.3 on the Richter Scale) la extensión somática del Casi-Sin-Fin. Cuando aquél concluyó la tarea, el Esférico ya roncaba con el saludable sonido de una sierra de lumberjack en el estado de Oregón.
A las cinco en punto, tal y como habían acordado de antemano, se presentó el Belicoso en el gimnasio. De nuevo lanzó, sobre la garra barnizada del dragón, el saco de corte inglés. Mientras entraba en el atavío de combate sentenció, todavía con el tabacón insultante apuntando directamente al máster:
—Adefesio démodé, te ha llegado la hora. Entras hoy, por última vez, en el doyo. Inútilmente invocarás a los dioses con la sal ceremonial: se reirán de tu desplome total; te volverán la espalda.
Dicho esto, arrojó la última pieza de ropa sobre el dragón. Debajo ostentaba un taparrabo escarlata sujeto con un cordoncillo dorado.
Entró en el doyo.
El máster, impávido, como si las palabras se hubiesen hecho trizas antes de alcanzarlo, ejecutó una leve inclinación de cabeza y entró en el doyo también.
Ya había el Destructivo formulado su plan de ataque: acosaría al máster, aplicando la fuerza de un oso grizzly a la caja toráxica, hasta que su capacidad pulmonar se redujera a la nada. Lo arrojaría, ya el pneuma completamente neutralizado, fuera del doyo.
Y así fue.
Abracó el Desmesurado al máster inmediatamente seguido el primer choque. Pero éste, conocedor de las tácticas solapadas, se había ungido con una substancia lubricadora. Se deslizaba, como un cerdo engrasado en una feria tejana, por entre los brazos del Imponente. Al esquivar el brazo, dando un saltico lateral, lanzaba una patada fulmínea que invariablemente se incrustaba en el vientre del Incorregible.
Volvían a los límites anteriores del doyo; se enfrentaban; se abalanzaban y en el punto central del círculo arenoso explotaba una vez más el encuentro de los cuerpos sudorosos. Repetía el Obeso el amago de estrangulación; escapaba el máster de una forma idéntica a la anterior; lanzaba la patada que anclaba en el mismo punto ventral.
Instant replay repetido por una mano perversa hasta llegar a la saciedad.
Economizaba el máster –no había adoptado una postura defensiva ni por cobardía ni timidez ante el Agresivo– sus energías para el momento propicio.
Atrás, en un nicho iluminado por velitas votivas, vio desaparecer el último grano de arena en la cinturilla avispada del reloj.
Era hora.
Aspiró a capacidad. Concentró, en el pie, la energía devastadora que descargó en la panza del Ampuloso según se escabullía.
Se volvió el hongkonero, como si regresara al ataque. Se le vio, en los ojos, un brillo súbito que se extinguió de momento. La respiración acezante había degenerado en jadeo tortuoso.
Una contorsión, un castañeo incontrolable de dientes.
Los pies, que momentos antes se afianzaran en el sablón, ahora, con cada inhalación, perdían el contacto. Había quedado reducido, mediante el fugu y el lúpulo lenitivo, a un inmenso balón hipnotizado.
El máster, ya dueño de la situación, se desplazó hasta el límite del doyo. Tomó impulso. Abandonó, también, el contacto terrestre.
La violenta patada voladora llegó, de lleno, sobre el trasero del Etéreo. Rodó, como una pelota de fútbol impulsada por un niño travieso, fuera del doyo.
Al salir derribó, de una patada furiosa, un gong ceremonial que se encontraba cerca de la puerta.
Retumbó, en el silencio monástico del gimnasio, la
sonoridad metalizada.