DESCENSO FINAL
Mañana se celebran las exequias de Belisario Fleitas.
Sobre mí ha recaído la ineludible responsabilidad de pronunciar unas palabras sobrias, delineando la trayectoria ejemplar de su vida, antes de que el féretro sea depositado en la fosa y lo cubran de tierra. Con una voz grave y el semblante pesaroso pronunciaré palabras de encomio, todas apócrifas, ensalzando la vida del difunto desde sus más tempranos días hasta su trágico final. ¿Qué más se podría decir de un hombre a quien todos consideran un héroe? De nada valdría desenmascarar a ese impostor después de su muerte; muchos, estoy seguro, me acusarían de estar motivado por la envidia.
Es preferible dejarlo todo como está, permitir que crean que un héroe vivió y murió entre ellos. Todos los pueblos, pero especialmente los pueblos pequeños como Costa Blanca, tienen necesidad de sus mártires, aunque éstos sean falsos, para así proyectar patrones y pautas de conducta destinadas a las nuevas generaciones.
Esta noche la única funeraria del pueblo estará atestada. Aunque el féretro permanecerá cerrado ‑‑sería no solamente inhumano sino también de muy mal gusto exhibir un cadáver irreconocible‑‑ los moradores de Costa Blanca asistirán a esa cita con los restos mortales de Belisario en su última noche sobre la tierra.
Primero llegarán a la antesala, donde se encuentra el registro, y allí dejarán constancia de su presencia con sus firmas ilegibles, ansiosos de pasar al salón principal, ofrecer un pésame apresurado a los familiares y entonces detenerse unos momentos cargados de silencio junto al ataúd. Aspirarán las fragancias de las flores que exudan las esquelas funerarias; examinarán con detenimiento la foto de Belisario ‑‑tomada en sus mejores tiempos‑‑ que sin duda se encontrará presente. En un salón contiguo de tonos leves se servirá café negro y se conversará en voz baja, hasta que llegue la hora de regresar a casa.
Sin duda vendrán Julián Martínez y su hermana Eulalia, dueños del hotel; el relojero Montero con su hija Nara; el español Ferro dueño de La Salerosa, el almacén general. Y no dudo que hasta Filomena, una prostituta de La Odisea y con quien tanto se codeó Belisario, también acuda a esa cita final. Por supuesto, el padre Damián Molina también estará presente. Sí, todos acudirán y todos lo recordarán como en la foto, joven y apuesto.
Todos menos yo, que presencié los últimos momentos de su miserable vida, que lo conocí mejor que nadie en este pueblo y que fui testigo, aunque mucho se esforzara él por ocultarla, de la misteriosa metamorfosis que sufrió.
Nunca he sido un hombre supersticioso. Todo lo contrario; he regido mi vida según los preceptos dictados por la lógica. (Esta actitud, dicho sea de paso, con frecuencia ha engendrado acaloradas discusiones filosóficas con el padre Damián.)
Si tuviera que escoger un instante, un evento cuando noté ese primer cambio imperceptible en la personalidad de Belisario, sin vacilar tendría que recordar aquella noche en que asistimos a una feria de gitanos. Iban de pueblo en pueblo, armando y desarmando las raídas carpas y presentando espectáculos insólitos que ofrecían a la muchedumbre por el precio de dos reales.
Belisario y yo éramos adolescentes aún. Como tales, buscábamos incesantemente cualquier forma de diversión o motivo de risa despreocupada. Esa noche exploramos la feria en una requisa alucinada, asimilando todo lo nuevo e increíble que rebasaba fácilmente la capacidad de nuestros sentidos.
Bajo una arboleda y apartada de todas las otras, una tienda captó nuestra atención. No estaba, como el resto de la feria, burdamente iluminada; ausentes se encontraban los buhoneros que constantemente exhortaban a los potenciales clientes a que pasaran y presenciaran lo inaudito. Desde su interior, sin embargo, se escapaban unos destellos intermitentes y un rumor ahogado, como si ocultara una fragua secreta que un inmenso fuelle alentara rítmicamente, o las profundas exhalaciones de un ser lejano y subterráneo.
A medida que nos acercamos, también captamos un olor acre. Antes de que pudiéramos entrar, un hombre de barba puntiaguda y ojos penetrantes surgió por entre la cascada de abalorios que ocluía la entrada. Sin decir nada, le hizo una señal a Belisario para que entrara en la carpa; cuando yo intenté seguirlo, el hombre me lo impidió con el brazo extendido.
¿Reconoció en Belisario algo de lo cual yo carecía? ¿Era ya esperado, acaso desde antes de su nacimiento? El me miró, se encogió de hombros y desapareció en el interior.
No recuerdo cuánto tiempo permanecí esperándolo; sí recuerdo que aquel olor tan peculiar se hizo más intenso, como si su origen se hubiera aproximado. El rumor lejano e intermitente que habíamos percibido al llegar también se hizo más inmediato y agudo, como la manifestación de una entidad extraña en busca de una vía expresiva.
Ya he dicho que no soy un hombre supersticioso, pero casi podría jurar que cuando Belisario salió de la carpa no era él, sino otro. Aunque su apariencia física no había sido alterada, la expresión de su rostro era ajena a la del que había entrado. Noté también que la manera en que su cuerpo se desplazaba en el espacio era diferente, como si cada ademán estuviera destinado a alcanzar un propósito único y muy bien definido. Colgando del cuello traía lo que identifiqué como un medallón o amuleto de entrelazados símbolos que en la penumbra no logré precisar con claridad. Nunca más se separaría de ese misterioso talismán.
Pero lo que más me sobresaltó fue el fulgor nuevo que residía en sus ojos; eran destellos inmemoriales que se remontaban a una época en que los hombres todavía no eran dueños del fuego. Alarmado, le pregunté si se encontraba bien; su súbita carcajada me hizo estremecer. Cuando inquirí sobre lo que había visto en la carpa, sonrió misteriosamente ‑‑dándome a entender que yo jamás podría comprenderlo‑‑ y la luz en sus ojos pareció intensificarse.
Desde aquella noche en adelante, ahora me doy cuenta, nos convertimos en extraños; el sendero de nuestras vidas, antes paralelas, se había bifurcado.
La primera prueba concreta de aquel cambio se manifestó al día siguiente en un grito de dolor procedente de la cocina. Allí encontramos a la sirvienta, con los dedos profundamente marcados por quemaduras recientes. Alguien, explicó entre sollozos, había colocado los rescoldos del fogón de carbón dentro de su guante protector. Al calzarlo, los dedos indefensos habían hecho contacto con el fuego oculto.
Aunque nunca se supo con certeza quién había perpetrado tal maldad, el regocijo reflejado en los ojos de Belisario no me dejó la menor duda. Su conducta en días subsiguientes corroboró mis sospechas. Se aficionó a provocar, con ayuda de una potente lupa y la luz solar, incendios miniaturizados de cualquier material combustible que se encontrara a su alcance, aunque esta etapa en su metamorfosis fue relativamente breve. Aburrido de incendiar hojarascas y periódicos atrasados, se dio a la tarea de construir una detallada maqueta de un pueblo ficticio, completa con su escuela, hospital, ayuntamiento y otros edificios claves. Unas noches después, salió furtivamente con su creación. Yo lo seguí en la oscuridad, hasta que alcanzamos un terreno vacío y distante, tal vez el mismo donde los gitanos establecieran su feria. Sobre unos pedruscos acomodó con cuidado el proyecto que tantas semanas le había tomado construir, hasta lograr un nivel aceptable.
Guarecido tras el tronco de un árbol, vi cómo Belisario sacaba un frasco pequeño del bolsillo trasero del pantalón, lo descorchaba rápidamente y entonces rociaba la maqueta con su contenido. En ese momento parecía ser un acólito profano llevando a cabo una oscura y maligna ceremonia. Cuando concluyó aquella danza macabra alrededor del pueblo miniaturizado, extrajo una caja de fósforos del bolsillo de la camisa, puso uno en marcha sobre el esmeril y lo lanzó decididamente en la plaza del pueblo. La ínfima llama, propulsada por el líquido combustible, se extendió prontamente de edificio en edificio. Iluminada por el fuego, la figura de Belisario danzaba alrededor del pueblo ardiente entre las pavesas que se elevaban en el aire nocturno. También creí detectar, aunque esto no puedo asegurarlo, el sordo rumor lejano y el olor acre que tanto me había impresionado durante la feria de los gitanos.
El completo regocijo y abandono total de Belisario ante el fuego me hicieron comprender de inmediato que aquella noche no era sino un simulacro para lo que pronto sobrevendría. La proximidad a las llamas engendradas por él mismo le permitía descender momentáneamente a aquella región secreta que ahora consumía su voluntad pero que al mismo tiempo le comunicaba una energía interior que se manifestaba en su creciente cambio de personalidad.
Desde aquella noche, me hice el propósito de vigilar a Belisario; presentía que tarde o temprano un suceso mayor tendría lugar. No tuve que esperar mucho tiempo para presenciar su próximo paso en aquella dudosa senda que él había emprendido.
Cerca del pueblo concluían las labores de la zafra azucarera. Trasladada la caña de azúcar a los insaciables ingenios, se preparaban los obreros a dar comienzo a la limpieza de los campos. ¿La forma más rápida y eficiente? El fuego. Era una quema controlada, que vorazmente consumía los tallos y hojas secas y simultáneamente ahuyentaba a los pequeños roedores que se ocultaban en la tierra y se nutrían de las raíces tiernas de las nuevas cosechas.
Aunque los obreros a esa hora tomaban café, en la distancia una columna de humo denso se elevó hacia el cielo azul de la mañana. El chisporroteo inconfundible de las llamas al consumir la vegetación seca los alertó. Alarmados, los hombres corrieron hacia el cañaveral ardiente. Saltando entre las llamas y lanzando carcajadas de regocijo ‑‑parecía ejecutar una danza macabra‑‑ encontraron a Belisario. Pensé que el grupo de trabajadores le daría, para empezar, una buena paliza antes de llevarlo a empellones a la oficina del capataz. Cuál no sería mi sorpresa al ver que los obreros expresaron tanto regocijo como él; le estrecharon la mano y le dieron palmadas en la espalda.
Belisario les había ahorrado el trabajo de rociar el perímetro del campo con gasolina y poner en marcha el fuego. Pasaron el resto de la mañana alentando las llamas que no habían consumido parte del cañaveral, hasta completar la quema. Ese día lo invitaron a almorzar, y si mal no recuerdo hasta celebraron con una botella de aguardiente y unos habanos acabados de llegar de una tabaquería local.
El vínculo de Belisario con Filomena, a quien conoció en el prostíbulo local, aunque mucho menos público, sospecho que fue tal vez el más íntimo de su vida. La llegada de mujeres a La Odisea era siempre motivo para que los asiduos retornaran a aquel recinto profano para rendir culto a la carne nueva; todos querían comprobar los atributos y habilidades de las recién llegadas.
Aunque desconozco las circunstancias que trajeron a
Filomena a La Odisea, no me atrevo a sugerir que aquel primer encuentro fuera premeditado y no simplemente causado por la mano del azar (ya he dicho que no soy un hombre supersticioso.) Lo que sí es un hecho innegable es que Belisario fue su primer cliente. Ella acababa de salir de la adolescencia; tenía una figura esbelta y ojos pardos muy grandes, con una inquietud que acentuaba el temor del encuentro con aquel primer hombre desconocido.
Los destellos malignos en los ojos de Belisario se intensificaron al verla. Tal vez reconoció de inmediato una inocencia que él lograría corromper impunemente y a sus anchas. En cuestión de minutos, como una fiera que se adueña rauda de una presa indefensa, cerró el trato.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurrió en la privacidad de la habitación. Al principio se oyeron unos gemidos leves que aumentaron en intensidad y frecuencia. Después, un grito de intenso dolor seguido por un profundo silencio. Cuando surgieron del dormitorio, ella venía abrazada a él y sus ojos estaban abrumados de lágrimas. Belisario la apartó casi bruscamente y salió del lupanar.
Más tarde, hacia el final de la noche, sus compañeras de trabajo notaron la profunda quemadura que coronaba su brazo izquierdo. Nítidos y entrelazados, como la marca ígnea y reciente de un novillo, se encontraban los extraños símbolos del medallón de Belisario.
Desde aquella noche Filomena dejó de ser dueña de sí misma para pertenecerle a él. Aunque todas las noches entregaba su cuerpo al desfile de clientes anónimos y con frecuencia tortuosos en sus más aberradas exigencias tarifadas de antemano, sólo le interesaba la errática presencia de Belisario. Sus grandes ojos, como aquella primera noche, se iluminaban cuando él aparecía. Aunque su trato era mayormente perverso ‑‑con frecuencia la ignoraba por completo y pasaba el tiempo con otras mujeres‑‑ paradójicamente esto hacía que Filomena se rindiera aún más a él y posiblemente lo llorara más que nadie después de su muerte.
Fue por aquella época que comenzaron los incendios. Primero fue una casucha abandonada que se encontraba en las afueras. Nadie (excepto yo) sospechó nada. Un mes después un taller de ebanistería amaneció convertido en cenizas humeantes. Las autoridades concluyeron que un corto circuito eléctrico había sido el responsable por el siniestro. Con cada suceso, los ojos de Belisario se encendían de regocijo. A pesar de mi inhabilidad de comprender tan radical cambio, comprendí que pronto él no estaría satisfecho con incinerar cañaverales o edificios desocupados.
Corrían los tiempos de ciclones; todos los habitantes de Costa Blanca se preparaban para unos días inciertos y difíciles. Almacenaban comidas enlatadas y agua potable, linternas por si fallaba la electricidad y radios de pila para mantenerse informados de los últimos pronósticos meteorológicos del observatorio nacional.
Hacia la medianoche empezaron a aullar los vientos; las personas sensatas ya estaban refugiadas detrás de puertas aseguradas por recias trancas. En la oscuridad unánime lo vi salir, como convocado por una fuerza maligna e irresistible. Debatiéndome contra el viento lo seguí en dirección al mar ‑‑sólo se distinguía su silueta sacudida por el ciclón‑‑ hasta llegar a un antiguo astillero. Deslizándose sobre una de las paredes de madera, desapareció por una puerta lateral. Yo lo seguí sin titubear, ajeno al ciclón que arreciaba.
Cuando cerré la puerta detrás de mí, me pareció percibir un murmullo leve, como de voces distantes. El sonido provenía de una cámara contigua, donde varias familias se habían guarecido del huracán y se agrupaban alrededor de una vela de luz mortecina. Sé que no esperaban a más nadie, pues se sobresaltaron cuando irrumpí en el círculo de luz, a gritos exhortándolos a que abandonaran el edificio, ya que estaban en peligro de muerte. Tal vez fue la expresión casi demente de mi rostro, tal vez la convicción inquebrantable de mi voz lo que los convenció a descorrer los cerrojos y aventurarse en la tormenta.
Cuando aseguré la puerta de nuevo, ya se divisaba la danza macabra de las llamas al otro extremo del astillero; sobre el estallido de la madera ardiente se imponían las carcajadas de Belisario. Corrí entonces hacia la puerta lateral por donde había entrado y salí al viento; ya las llamas surgían por la parte más baja del techo. Sin pensarlo dos veces, aseguré la puerta desde afuera con una barra de hierro.
El incendio, provocado por la gasolina, ya consumía el edificio. Sentí los golpes desesperados de Belisario tratando abrir la puerta y escapar antes de que lo alcanzaran las llamas; cerré los ojos y oí sus gritos desesperados cuando el fuego comenzó a devorar su cuerpo, hasta que el calor del incendio me forzó a alejarme. Flotando en el viento, identifiqué el mismo olor acre que había sentido por primera vez en la feria de los gitanos.
Ésta es la verdad sobre la vida de Belisario. Por supuesto, nadie la sabrá jamás; para todos él es un héroe que murió para salvar a otras personas. Yo no diré lo contrario.
Después de todo, él era mi hermano gemelo.