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THESE ARE THE OPENING PAGES OF A WORK IN PROGRESS, AS YET UNTITLED

Corrían los tiempos inciertos de las guerras civiles, cuando las grandes oportunidades y las grandes catástrofes se mezclaban en el crisol que más adelante se convertiría en la historia nacional. Era la época en que los caudillos, sin importar sus afiliaciones políticas, lograban amasar, de la noche a la mañana, fortunas respetables y adquirir tierras de confines casi interminables cuyos linderos ni ellos mismos conocían a ciencia cierta.
Eran hombres temerarios que acudían a las batallas casi con alegría, que no enseñaban la menor vacilación o temor y que, cuando resultaban heridos, curaban las lesiones infligidas con cataplasmas de pólvora mezclada con ron. Con frecuencia, al final de un día de combate y después de diezmar una botella de cualquier licor disponible, aceptaban gustosos las invitaciones a compartir el lecho que extendían las mujeres que, para bien o para mal, habían echado su fortuna con aquel grupo de aspirantes al poder nacional.
Isabel fue una de aquellas mujeres. Sus motivaciones, sin embargo, no habían sido engendradas por el afán de un lucro futuro, sino por sus sueños idealizados de adolescente ingenua. Seducida por el aura romántica que exudaban aquellos hombres de acción, hombres que día a día se jugaban la vida con el fin de lograr metas que forjarían el destino de la incipiente nación, decidió unirse a ellos.
Propulsada por la impetuosidad de su juventud y las nociones infundadas que enseñaban una falta de experiencia, una noche lluviosa abandonó la seguridad de la casa de su madre y desapareció en la obscuridad. Nadie en la familia logró comprender lo que todos consideraban una locura. Señorita acomodada, educada estrictamente en colegio de monjas alemanas y con un pretendiente serio, se esperaba que en corto tiempo contrajera matrimonio con el joven y fiel galán. Todo auguraba un futuro estable, repleto de recepciones sociales y triunfos profesionales. Pero no fue así.
Dos días después de su súbita e inesperada partida, ya se había integrado al diverso grupo de mujeres que compartían voluntariamente aquella vida incierta y llena de azares que era lo cotidiano en la vida de aquellos hombres audaces.
Y uno de aquellos hombres recios –el Coronel Froilán Garmendía- había sido su padre de su hijo. Su engendro fue simplemente el producto accidentado de una noche de pasión, propulsada por el alcohol y la lujuria; a la mañana siguiente, envuelto en el fragor de la batalla, ya había pasado al olvido.
Nueve meses después, la noche antes de una de las escaramuzas decisivas en aquel conflicto, sobre una cama de paja en un rincón de un granero, exhortada por una compañera de campaña y los espíritus etílicos de una botella de aguardiente, con un pujo final que acompañó de un grito agudo, Isabel expulsó a un niño pataleante, furioso por la súbita evicción de su tibio y cómodo recinto ventral. Pensando en el encuentro que tomaría lugar al amanecer, y todavía bajo los efectos del aguardiente, a falta de otro nombre, le otorgó la apelación de Víspero.
Desde aquel momento, segura que la paternidad correspondía al Coronel Froilán Garmendía –uno de los caudillos más audaces y temerarios de aquel grupo de hombres cuyas hazañas quedarían grabadas en los anales de la república, y que más tarde pasarían a la historia como los próceres de la patria— se hizo el propósito de asegurar un futuro para su hijo.
Después de todo, durante meses y al concluir las arduas faenas bélicas, con frecuencia ella había ingresado a su tienda furtivamente, protegida por la oscuridad y la complicidad silenciosa de los soldados responsables por la seguridad del coronel. Él la recibió sin reservas, ansioso de explorar con aquella joven adolescente la gama de pasiones alocadas y con frecuencia estimuladas –ya se ha dicho- por el alcohol y por la certidumbre de que esa noche podría ser la última antes de morir.
Una semana después del nacimiento, aprovechando una breve tregua en el combate, Isabel irrumpió en la tienda de campaña del coronel. No venía sola; en los brazos, envuelto en una frazada raída y de colores marchitos, traía a Víspero.
El Coronel levantó la cabeza de los comunicados que estudiaba, tal vez extrañado de la presencia inesperada de aquella mujer de aspecto familiar, en su tienda. Aprovechando el momento, ella se acercó y destapó la cara del niño.
–Es su hijo, -dijo escuetamente.
El coronel posó la mirada brevemente sobre el niño de ojos vivos y alertas, pero su mente se centraba en los detalles de la próxima campaña bélica y la estrategia que conduciría a la victoria. Además, no era la primera mujer que le había hecho tal reclamo; por el momento, él tenía asuntos mucho más importantes que solucionar. Esto era algo de poca importancia.
Con una lentitud parsimoniosa trasladó la mirada al rostro de la madre, estudiándolo con atención, pero sus facciones no lograron sacudirle la memoria. En realidad no importaba.
–Está bien, –dijo escuetamente, aceptando la paternidad del niño–. ¿Cuál es su nombre?
–Víspero, –contestó la madre.
–Curioso nombre, –comentó sin indagar su procedencia— todo el mundo lo recordará.
Aquí el coronel devolvió su atención a los comunicados cuya lectura ella había interrumpido. Eso era todo.
Ella salió de la tienda con una sonrisa incipiente. Aunque el intercambio había sido breve, el hecho de que el Coronel hubiera reconocido a Víspero como su hijo, eso ya le aseguraba una ventaja sobre los otros niños. Aunque muchas mujeres le imputaban al Coronel una supuesta paternidad de sus hijos, él jamás la había aceptado. Ésta había sido la primera vez.
¿Qué había llevado al Coronel a afrontar esa responsabilidad? ¿Había reconocido en las facciones del niño algo propio, algo que sólo él era capaz de identificar? Ella no lo sabía, y en realidad no importaba. Desde ese momento en adelante su hijo sería reconocido como el hijo del coronel Froilán Garmendía. Pero este hecho era sólo algo abstracto, algo que de nada le serviría para la instrucción cotidiana de Víspero.
En aquel instante, tal vez impulsada por la responsabilidad que implica la maternidad, decidió redactar una escueta carta a su madre, informándole que se encontraba bien, pero sin ofrecer detalles de su vida actual ni de su paradero. Sin duda la carta le proporcionaría algún sosiego, mitigaría la incertidumbre y al mismo tiempo reiteraría sus intenciones de no regresar. Era suficiente.