TRES VERSIONES POPULARES (Y APOCRIFAS) DE MADAME RINA
Primera:
Según decían algunos de los habitantes de Las Mercedes, aquella mujeranga despótica, de maneras crueles y que se hacía llamar Madame Rina por su séquito, no era sino una judía austríaca, tramoyista del Teatro Nacional Vienés.
Durante la ocupación nazi, viendo que se le cerraban todas las puertas, puso un atrevido plan en marcha. Concluía la temporada operática. Aquella última función de gala se celebraría, más tarde, en salones opulentos previamente mandados a preparar por el jefe de las tropas ocupantes.
Entonaba la diva aquella noche –absolutamente radiante en su atavío operático– un aria final. Entre parales polvorientos, aprovechándose del hechizo que dominaba a la audiencia, se deslizó hacia los camerinos mal iluminados. En una gaveta de la cómoda, tal como había supuesto, encontró el joyelero oriental de la diva –cuando se abría liberaba una musiquilla de la ópera Carmen –que ya había concluido el aria, según los aplausos del público.
“Que se joda”, dijo melodiosamente mientras forzaba la pequeña cerradura. Ya en posesión del tesoro, desapareció en los vericuetos teatrales.
En valijas de doble fondo, repletas de joyas hábilmente disimuladas con burdas réplicas de reliquias medievales, había logrado conseguir pasaje –disfrazada de priora de un convento portugués inexistente, y con ayuda de un oficial de marina holandés discretamente sobornado– hacia España, donde había sido acogida por una colonia gaditana de judíos sefarditas.
Las joyas, claro está, pronto sucumbieron al trueque desmesurado imperante en las lonjas clandestinas. El palacio lo había adquirido, a través de intermediarios, de un maganate azucarero –el mayor accionista y presidente de Priapic Enterprises, Inc.–prematuramente retirado a una clínica estadounidense de renombre a consecuencia de una diabetes perniciosa.
Apareció en Las Mercedes –bastante indignada debido a las excesivas tarifas impuestas por codiciosos oficiales locales– lista para comenzar aquella obra monumental: la creación de una reputación, no, de una leyenda, sobre aquel serrallo único.
Corrían los tiempos en que venía con frecuencia a Las Mercedes, para escoger personalmente a las que llegaban –porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos– desde todos los puntos de la nación en los chirriantes autobuses: dos veces por semana, seguida de sus faquines senegalíes –Ardiano y Bucendo–se la veía deambular por el pueblo: con anteojos alemanes oteaba los autobuses, con extrañas promesas secreteadas sobornaba a los choferes, con manos hábiles cataba los atributos ocultos de las que llegaban…
Segunda:
Otros, no menos ilusos, la colocaban (circa 1940) a bordo de un casino flotante en el río Misisipí –Ye old river boat– donde, ataviada a la usanza de un siglo atrás –vestido de una longura exagerada, burdamente ornado con cintajos chillones (abajo, ceñida por el henojil que remataba una florecilla de raso, una sevillana de doble filo) que protegía del sol con una enorme pamela floreada donde, incrustado en una almohadilla astutamente camuflajeada por el lazo de brocado londrino dormitaba, remojado en una solución de curare diluido, un luengo alfiler de plata cuya cabeza remedaba una perla barroca– animaba a los puntos más moderados, con abundancia de adjetivos laudatorios y de un whiskey importado de las montañas de Kentucky, a que dejaran sobre los tapetes de las mesas de juego el abundoso contenido –producto, seguramente, de la venta de cosechas recientes– de las billeteras de cuero con iniciales repujadas, y en caso de que éste se agotase, los pagarés cuyas rúbricas ilegibles les perderían sus plantaciones de algodón, sus mansiones sureñas con los mucamos enchapados en frescos y blancos trajes almidonosos, y los conducirían a la ruina absoluta o al suicidio prematuro.
Sobre aquel lunfardesco establecimiento flotante se desplazaba, con sonrisas falsas que regalaba al por mayor, al mismo tiempo que oteaba –o castigaba draconianamente, con un pinchazo de la agujeta que llevaba oculta en la pamela–las manos ávidas de los infractores más empedernidos: un as de diamantes escondido en el encaje de una manga, una reina de corazones astutamente pasada de contrabando en el cintillo demasiado ancho de un sombrero gris de fieltro, o una sortija cuyo bruñido metal reflejara –usada en el dedo meñique y en un ángulo de cuarenta y cinco grados– los naipes que el banquero dispensaba con manos cuya velocidad igualaba a la de la luz.
Quedaban los tahurcillos frustrados bajo el instantáneo efecto paralizador de la agujeta cauterizante, indefensos sobre los asientos tapizados en cuero rojo, por varias horas con la carta prohibida a medio extraer de su escondite solapado: ignominiosa prueba de sus intenciones frustradas.
Noche tras noche, con ojos de águila y manos de ilusionista oriental mantenía a raya –manejando con destreza y sin aspavientos de ninguna clase la agujeta paralizante que, de vez en cuando y para no establecer un modus operandi, trocaba su habitual meta por la glútea temblante y desamparada de un tahur sorprendido en flagrante– a aquella morralla que, a todo lo largo del Misisipí, frecuentaba el local asiduamente.
HASTA QUE UNA NOCHE:
Harta se encontraba de un tahurcillo prognático, –infractor empedernido e incorregible, cuya sonrisilla
socarrona empezaba a socavar su autoridad en el local–perenne portador de un bombín y de un bastón de malaca.
Y aquella noche no era una excepción. Pero alguien, por supuesto, tras los espejuelos ahumados –que le permitían ejercer una vigilancia sin delatar dónde se posaban sus ojos–vigilaba. Decidió entonces usar la perniciosa agujeta –que sólo se reservaba para casos extremos–impregnada de curare sin diluir.
“Que se joda”, musitó para sí rabiosamente mientras lanzaba el aguijonazo: UN ALARIDO
La mano huesuda que solapadamente escamoteaba un as de corazones en un pañuelo de holanda –recogido, sin duda, de la parte inferior del ala del bombín al enjugarse, con la pañoleta bordada, el sudor de la frente– quedó perforada, todavía empuñando el naipe comprometedor, por el certero envío lanzado desde el otro extremo del salón de juego.
El prestísimo efecto correctivo de la ya consabida agujeta barroca no se hizo esperar. Pero esta noche la catatonia inducida por el pinchazo cauterizante era diferente a la de noches anteriores: era permanente. Afortunadamente, la barahunda reinante le daría algún tiempo antes de que los amigos del paralizado descubrieran la calidad permanente de su estado. Con pasos rápidos, abriéndose paso a empellones,
llegó al cuartucho donde el apoderado del casino contaba el dinero a medida que le iba llegando de las mesas de juego. Sin decir palabra, con el gesto fluido de quien regala una caricia, le administró una pequeña incisión en la yugular: ¡Llevaba la perversa, impregnadas de la misma solución paralizante, las uñas!
En valijas de doble fondo, astutamente disimulada con el burdo producto de la artesanía local, había escamoteado aquella fortuna. Reapareció, meses después, en los tortuosos bayous de Nueva Orleans donde, a todo lujo y con acento francés, había vuelto a las andadas en una de las casas sureñas de más renombre.
Pero ya las autoridades cerraban el cerco.
Una noche lluviosa, apresuradamente, abandonó el local para siempre.
Como salida de la nada, apareció en Las Mercedes: dos veces por semana, seguida de sus faquines senegalíes –Ardiano y Bucendo– se la veía deambular por el pueblo: con anteojos alemanes oteaba los autobuses, con extrañas promesas secreteadas sobornaba a los choferes, con manos hábiles cataba los atributos ocultos de las que llegaban…
Tercera:
Y otros, los que nunca están de acuerdo con nadie dada su naturaleza antagonista, se adherían obstinadamente a una hipótesis no menos ridícula que las anteriores: la situaban en la Francia de la post-guerra, febrilmente trabajando hasta las tantas de la madrugada de brazo derecho de un couturier incipiente –un tal Monsieur Paul– que, con sus talentosos y atrevidos diseños exclusivos de precios exorbitantes, –“Oui, cherie, para cada ocasión, una creación”, decía mientras trataba inútilmente de poner en su lugar la rebelde guedeja que le caía sobre la frente– empezaba a asegurarse una reputación bastante sólida en el mundo inseguro de la alta costura.
Corría la época del año en que los modistos tienden, por estar próximos los estrenos, a perder el sueño o, en casos más severos, a sufrir un colapso total de nervios. Y como es de suponer, Monsieur Paul no era ninguna excepción.
Los constantes ires-y-venires de las últimas semanas — ocupándose, personalmente, hasta de los más mínimos detalles para el día de la exposión– habían surtido un efecto pernicioso en su ya de por sí endeble naturaleza: dejó de comer; los ojos se le hundieron en las cuencas hasta llegar a la parte posterior del cráneo; el cuello delgadísimo ya casi no soportaba la ceñidura sedosa de la pañoleta estampada que lo cubría y las manos –“¡Hasta dónde hemos llegado!”, gemía desconsoladamente mientras fumaba, tendido en una poltrona, incontables cigarrillos turcos que extraía de una pitillera mexicana de plata martillada–tanto le temblaban que el ensartar una aguja últimamente se había convertido en una proeza digna de una epopeya antigua…
Al fin, la colección de otoño estaba lista. Basada en brocados y mallas finísimas de diferentes tonos, donde infinidad de lentejuelas polícromas esplendían bajo las potentes luces de los reflectores, producía a la vista un efecto de sfumato delicado. Pero no era ahora la colección de otoño en sí lo que preocupaba a nuestro Monsieur Paul: como es consabido, los estilos de las colecciones venideras son celosamente guardados hasta el día de la exposición inicial. Pero también se sabe que estos secretos, a veces, se escapan misteriosamente de las bóvedas herméticas que celosamente los guardan para reaparecer, el día prescrito por el mundo de la haute couture, en los salones de un competidor sin escrúpulos.
En una salita escondida cuyos ventanales obturaban gruesos cortinajes de terciopelo rojo, tomando Librium con cantidades exorbitantes de una fuerte infusión de tilo –que, con manos temblorosas, bebía en una taza de porcelana china cuya circunferencia ceñían un tigre y un dragón–pretendía aplacar el sobresalto que le ocasionaba la idea de que sus modelos exclusivos pudieran ser pirateados antes de la fecha fijada para el estreno.
Pero ya los demás couturiers –envidiosos inútiles–, justamente alarmados por la rápida carrera meteórica de Monsieur Paul, habían decidido arruinarlo.
Secretamente se pusieron en contacto con la persona más adecuada para desempeñar aquella inicua diligencia: un greco- americano barbudo, desaliñado, y que sólo se dejaba ver de noche: Míster Ioso. Se rumoraba que procuraba el panem nostrum quotidianum con la venta de microfilms –que sacaba con una camarita oculta en la enmarañada barba, cuyo obturador abría fingiendo extraerse uno de los insectillos que habitaban aquella pelambre facial– de las colecciones sin estrenar de los couturiers de la ciudad.
En el reservado de un café, para la noche siguiente, concertó un encuentro con la única persona que tenía acceso a la colección de otoño. Allí le comunicó la oferta: en un sobre sellado –que él traía cosido al forro del chaleco– la cantidad ofrecida había quedado registrada. Simplemente tenía que darle acceso, por unos minutos, a las criptas de Monsieur Paul.
La ayudante, justamente indignada ante tal sugerencia, se puso de pie. Míster Ioso, ligero, le colocó en la mano el sobre que había descosido del chaleco. La cifra marcada sobre el pliego la devolvió a la realidad.
“Que se joda”, dijo filosóficamente mientras descorchaba una botella de Clicquot…
Cuán no sería la sorpresa, el día de la exposición, del couturier traicionado al ver desfilar por la pasarela a las modelos de sus competidores con sus creaciones más exclusivas!
Del ataque inicial de nervios pasó a una vesania permanente. Repetía sin cesar, “Mais ce n’est pas possible, mais ce n’est pas possible…” mientras los loqueros lo retiraban del salón de exhibiciones modelando una de las creaciones exclusivas del sanatorio a donde lo conducían: una camisa de fuerza en dos tonos de mezclilla.
En valijas de doble fondo, astutamente disimulados con velos tachonados de las lentejuelas del malhadado Monsieur Paul –irrisión absoluta– ocultó de los inspectores de la aduana los fajos de billetes que había recibido por los modelos –o, mejor dicho, por la cordura– del que prometía convertirse en el más renombrado couturier de Europa.
Después de abandonar la capital francesa apareció en Las Mercedes: dos veces por semana, seguida de sus faquines, etc, etc…