E L B A R R O C O
Carlos Rubio Albet
Ignoré, durante mi indolente y licenciosa adolescencia –siempre obsesionado con nimias y efímeras empresas– aquel edificio de specto, para mis gustos aún sin definir, demasiado sobrio y recargado en su estilo. Pasé, ajeno y presuroso, incontables veces frente a su augusta fachada churrigueresca de esculpidos diseños e imbricaciones mareantes que asaltaban los sentidos. El único indicio claro y directo de su misión –iluminado por los destellos famélicos de una farola anacrónica– era un rótulo sobre el dintel de la angosta entrada:
B A R R O C O
Nunca me detuve.
Aquella edificación, según supe años después, fue erigida originalmente en el siglo XVII. A pesar de la bostezada indiferencia del público en general, el Bar Roco tenazmente había logrado evitar la quiebra total. Mantenía una fiel y recalcitrante clientela que, si no creciente, era por lo menos bastante estable. Otros emporios proliferantes, mucho más modernos y de más fácil acceso –aunque indudablemente de inferior calidad, ahora me doy cuenta– atraían sin dificultad a las muchedumbres con sus promesas huecas y sus novedosos pero a la postre pasajeros estandartes. Entre los más populares recuerdo uno –el cual yo frecuenté por algún tiempo–, y que ejerció una gran influencia sobre varias generaciones: El Real Istmo. A pesar de su actual abandono, todavía atrae a nuevos adeptos con los deslumbrantes manejos y los fáciles espejeos de la burda magia a que últimamente se han aficionado sus más notables prosélitos.
Una noche estival, agotados mis exiguos recursos intelectuales, o tal vez impulsado por un olvidado mito o cansancio clásico, abrí la puerta esculpida del Bar Roco. Recorrí, de momento perdido todo sentido de la dirección, las sinuosidades de un zaguán que conducía a su salón central. La inmensa barra remedaba, según sus complejos y entrelazados talles en la madera, un elongado púlpito destinado a una catedral colonial, desde donde sus sacerdotes de más algo rango proyectarían las nocturnas y enrevesadas homilías. Era aquella magnífica obra, me dije de inmediato, una irrefutable prueba –tangible, exuberante y majestuosa– de la expresión americana.
Dada su frenética extensión, la barra estaba atendida por tres hombres, aparentemente muy distintos en su aspecto y en la manera en que elaboraban los tragos que consumían los parroquianos.
También había, atareados en su interminable ir-y-venir entre la barra y las mesas, camareros que cuidadosamente trasladaban aquellas elaboraciones a los clientes sentados a las mesas.
Opté por una de las banquetas de la barra, frente al más corpulento de los bartenders. De una lista aparentemente olvidada sobre el mármol –los nombres y contenido de las bebidas me resultaron desconocidos, hasta ininteligibles– pedí un trago cuyo nombre sugería una osadía de su inventor: Paradiso.
Pagué por adelantado.
Roté en la banqueta lentamente, para observar con cuidado el ambiente del bar. De la vitrola brotaba la música de un órgano –sus vibraciones se manifestaban en el tintineo de las filas de vasos vacíos– que immediatamente reconocí como Bach.
Las conversaciones eran suaves, soterradas.
Los camareros se desplazaban con ademanes que delataban una confianza engendrada por la familiaridad.
Cuando me volví, ya me aguardaba el trago. Era una copa amplia, muy facetada –refractaba, vertiginosamente, la luz que brotaba del bar, creando en mi mano insegura un improbable arco iris fugaz–, cuyo contenido me era desconocido.
Sorbí largamente, como siempre lo había hecho, tratando de asimilarlo de un tirón. La abrumadora mezcla de sabores ajenos me detuvo. Intenté, en vano, incorporar aquella bebida poco a poco, permitiendo así que mi paladar se diera el lujo de la lentitud espaciosa de la extraña absorción. No logré, ni siquiera, asimilar la cuarta parte de aquel bebistrajo en el cual, pensé, seguramente había malgastado mi dinero.
Frustado y todavía con el mal gusto en la boca, salí del Bar Roco.
Transcurrió el tiempo.
Regresé, más por hábito que por devoción, a pesar de que no ofrecían nada nuevo, a los olvidables establecimientos de antaño. Eran locales –ya lo dije– de acceso desenfadado y de dóciles reglas siempre vigentes.
Pero ya yo no era el mismo; subconscientemente había trascendido aquella sencillez pueril. Añoraba, aunque aún lo desconociera o aceptara– las tergiversadas elaboraciones que había catado en el Bar Roco.
Resueltamente, regresé al recóndito establecimiento.
Nada había cambiado.
De nuevo, al igual que durante mi primera visita, me senté a la misma sección de la inmensa barra esculpida. Oí, a mis espaldas, la misma música barroca. También me pareció reconocer, aunque no puedo aseverarlo, a varios de los mismos clientes sentados a las mismas mesas.
Ordené un Paradiso.
Esta vez, sin embargo, no traté de diezmarlo de un tirón–como era mi costumbre en otros establecimientos– sino que sorbí poco a poco, procurando muy conscientemente no desperdiciar las complejas libaciones e inesperadas combinaciones que me aguardaban a cada momento y se conjugaban juguetonamente en mi paladar de una manera sorprendente, inesperada y no del todo desagradable.
Desde aquel entonces, a pesar de la crítica solapada de algunas amistades, me convertí en uno de los asiduos del Bar Roco. Su elaborada fachada ya no me pareció excesiva; las de los otros establecimientos se me antojaron blandas, completamente carentes de una personalidad reglante.
A medida que frecuenté el local fui asimilando no sólo la actual actividad que allí se desarrollaba, sino también su ilustre historia. Como ya mencioné, el Bar Roco abrió sus puertas en el siglo XVII. En aquellos tiempos estaba en manos de un melindroso peninsular –cordobés– llamado don Luis. Poco después, sin embargo, pasó a manos de unos mexicanos. Entre sus más destacados trabajadores se encontraban Bernardo, Juan y Carlos –este último pariente del dueño original. También se rumoraba que por aquel entonces una monja mexicana llamada Juana –para el desconcierto de sus superiores– había laborado en el establecimiento. Hubo otros después, por supuesto, que no hay necesidad de mencionar.
Cuando yo entré en aquel recinto por primera vez, aunque los tres elaboradores actuales eran cubanos, su carácter –que se reflejaba plenamente en la mezcla de sus creaciones elaboraciones–, aspecto físico y preferencias musicales eran bastante distintos.
El primero, llamado José, era corpulento y de lentos
–casi ceremoniosos– ademanes que con frecuencia suavizaba con las voluptuosas volutas vueltabajeras de un enorme puro que, como un dolmen estrechamente enrollado, se incrustaba en la boca.
Sus invenciones, a pesar de lo comedido de sus gestos, adquirían una reminiscencia de recónditas pociones alquímicas aprendidas del Conde de Cagliostro. Los camareros, al colocar aquellas bebidas únicas sobre las bandejas, remedaban a pajes ceremoniosos a punto de distribuir dádivas reales sobre cojincillos de terciopelo bermejo. Las mezclas de elementos inesperados –por muy ducho que fuesen los clientes– siempre engendraban reacciones de sorpresa en su rostro. Hasta los mismos camareros, acostumbrados al diario contacto, nunca dejaban de maravillarse ante la maestría, ingenio y tortuosidad con que preparaba los tragos.
A veces el semblante de José –sobre todo durante aquellos ataques en que se le anegaba, como si una estrella fría como la menta le pasara por encima del árbol bronquial– reflejaba sus emociones más reprimidas. ¿Era víctima de un enemigo rumor? ¿Lamentaba la muerte de Narciso?
Alejo, otro de los trabajadores –más delgado que José y de modales más europeos que americanos– se caracterizaba por la minuciosidad con que preparaba sus tragos y por su acento afrancesado cuando hablaba español. Puntual, siempre metódico en su manera, presidía sobre su sección de la barra con la completa certidumbre de quien es muy dueño de una herencia transmitida de generación a generación. Se apoderaba, desde su discreta llegada, de todos los licores y vasos de mezcla. Al final de la noche, después de innumerables tientos y diferencias, era que permitía que se catasen aquellas tardías elaboraciones –un verdadero concierto barroco– infinitamente trabajadas, pero de indiscutible mérito y originalidad en el acoso implacable de la perfección. Aunque experto musicólogo en nuestros ritmos e instrumentos nativos, siempre sospeché que en secreto prefería las composiciones clásicas europeas –más talladas pero menos espontáneas– que nuestra propia música tropical saturada de ritmos frenéticos y abundosidad de instrumentos percutantes heredados de nuestra rica veta africana.
El tercero y más joven de los trabajadores del Bar Roco era Severo. De carácter básicamente guasón, se desenvolvía de una manera distinta a la de los otros. Cuando lo conocí por primera vez, sobre la barra había colocado una cesta de frutas exuberantes realzada por una saludable piña, que como una fresca corona tropical animaba el aspecto obscuro del local. De la vitrola, a un volumen que casi ahogaba las conversaciones, brotaba un son incrustado en el subconsciente colectivo cubano: De Donde Son los Cantantes.
Su manera de dispensar las bebidas era también –en contraste a la forma metódica y minuciosa de Alejo y José– completamente original. Sus gestos, que sincronizaba con la música de la vitrola, contenían la misma voluptuosidad tropical, el mismo desenfado criollo de las bebidas exóticas que creaba en el esotérico y facetado vaso de mezcla.
Reía con frecuencia, ilustrando un genuino gozo por todo lo netamente cubano. En tales ocasiones su semblante se metamorfoseaba en el de un Buda benévolo –Maytreya tropical– rodeado de sus adeptos en las riveras del Ganges bajo una lluvia de diminutas flores.
Una noche lo vi, de soslayo, anotando los complejos ingredientes de sus elaboraciones –con una tinta china– en el antebrazo. Era como si para él lo escrito sobre un cuerpo fuese mucho más perdurable y sobreviviera la fugacidad engañosa de la memoria.
Todas estas idiosincrasias de los nocturnos elaboradores
–la creación alcanzaba su ápice a la medianoche– eran aceptadas implícitamente por los camareros del Bar Roco.
Este incansable grupo de trasnochados interpretadores de las complejas mezclas que consumían los patrones del bar también tenía sus propias características.
Algunos trasladaban las elaboraciones de todos los creadores a las mesas de los parroquianos; otros sólo se especializaban en las confecciones de uno de los esotéricos elaboradores.
Al igual que los alquimistas detrás de la barra, todos eran cubanos.
Por supuesto, hubo muchos que de después de laborar por un intervalo en aquel singular establecimiento, jamás regresaron. Desaparecieron en busca de lugares más accesibles y de jefes menos impredecibles. El grupo restante era tan estable –pero diverso– como los propios mezcladores: Justo, Leonor, Roberto, Enrico, Emilio y Aída.
Justo y Leonor casi siempre trabajaban juntos. Se especializaban en las elaboraciones de José y de Severo. (Después de un tiempo, supe que estaban casados y que ella había nacido en Colombia.) Sus incansables desplazamientos en el Bar Roco estaban reglados por esa confianza engendrada por la seguridad y el conocimiento profundo del local. Con frecuencia comparaban los apuntes que guardaban en unas pequeñas libretas.
Emilio, Aída y Enrico eran más específicos en la distancia del Bar Roco que recorrían. Se concentraban exclusivamente en lo elaborado por José. Nunca supe si sería por cuestión de gustos personales o de previo entrenamiento.
Roberto –barbudo y de cuello fornido, como los vascos– dispensaba a los clientes lo elaborado por Alejo y por Severo. Conconcía holgadamente las astucias de los dos creadores y sus tendencias inusitadas en gustos de bebidas.
Una noche –ya había frecuentado el bar durante años y catado todas las creaciones de sus influyentes regidores– siguiendo un secreto impulso autógeno, abandoné la banqueta y pasé al otro lado de la barra.
Miré el local.
Súbitamente sentí mi respiración acezante; precisé mis manos temblorosas e inseguras, a punto de empuñar todos aquellos alambicados enseres destinados a la creación artística.
Nada.
El ajetreo en el bar continuó como de costumbre; nadie se percató de mi presencia. O tal vez a nadie le importó que yo me hubiera ubicado en tal posición.
Esbocé un intento de comenzar un trago –para los otros trabajadores parecía siempre tan fácil– pero los ingredientes que seleccioné (a pesar de tener disponible el mismo surtido en los pulidos anaqueles) se combinaron en un bebistrajo intolerable. Sin vacilar, lo tiré al vertedero. Nadie, en mi opinión, hubiera seleccionado conscientemente aquella mezcla confeccionada por un novato pretensioso.
A la semana siguiente, aunque todavía asediado por secretas dudas, regresé al Bar Roco. Pasé, sin mirar a nadie, detrás de la barra. Comencé, ya más envalentonado, a mezclar los distintos licores en las proporcines que consideré dignas –según había asimilado de José, Alejo y Severo– de aquel establecimiento único.
Poco a poco, a medida que frecuenté el bar, algunos clientes se acercaron a la sección de la barra que yo atendía. Cataron –sigilosamente al principio, con más abandono y gusto después– mis confecciones originales.
En 1976 José desapareció súbitamente. Había cruzado el Estige para reunirse con Proserpina. Su ausencia creó un vacío indescriptible en el Bar Roco y simultáneamente sacudió hasta el tuétano a camareros, patrones y a los que trabajábamos en la barra. Todos habíamos pensado que su estancia sería indefinida. Me complace saber que su recuerdo no se ha desteñido; es más, nuevas generaciones que jamás lo conocieron exaltan la calidad de sus creaciones.
Después de ese suceso, el cual me sobrecogió mucho más de lo que sospechaba, me dediqué aún con más ahínco al exigente trabajo del Bar Roco. Era como si mis esfuerzos se metamorfoseasen en una silenciosa y reverente ofrenda a la memoria del que, sin saberlo, tanto me había influenciado en mis procedimientos elaborativos.
Desde aquel entonces me di cuenta que las columnas humanas que sostenían aquella noble estructura estaban destinadas a desaparecer, pero que su obra única los sobreviviría.
En 1980 Alejo abandonó el local. Nos dejó una rica herencia, repleta de nuevos procedimientos y enfoques sobre el arte elaborativo que conjugaba las esencias más americanas con tradiciones de siglos heredadas del viejo continente.
Una vez más aquella ausencia sacudió los cimientos del local, sobrecogiendo a los que lo frecuentaban. Quedó una sección de la barra abandonada, solamente habitada por el recuerdo y nutrida por las invenciones de una vida entera.
Ya para ese entonces me desenvolvía con bastante soltura en la mezcla de los tragos en mi sección del bar. Había, poco a poco, desarrollado una clientela reducida, pero fiel, de gustos un tanto escabrosos y que me mantuvo siempre ocupado durante años subsiguientes.
Un día de verano como otro cualquiera –junio, 1993–noté el inmenso vacío. La vitrola ya no salpicaba con sus compases criollos; la risueña voz de las botellas había cesado. Severo, como un cocuyo al amanecer o un sobresaltado colibrí, también había desaparecido.
Sentí, al darme plena cuenta, un frío interior que me cristalizó los huesos.
Detrás de la barra, como en una saga, tenazmente me acompañan los espíritus de los tres desaparecidos. Por un tiempo formamos un silencioso quadrivium en el ámbito del Bar Roco.
En el bar camareros y patrones esperan a que les sirva, que preserve la herencia centenaria del establecimiento.
Siento el peso invisible de la responsabilidad.
Con frecuencia, tengo miedo.
Estoy solo.